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El cerdo está totalmente cosificado en el lenguaje económico que, atentos a la oscilación de los precios, nos preocupamos de distinguir el “cerdo pesado” del “cerdo ligero”. Sin embargo, incluso nos permitimos mofarnos y burlarnos de su sufrimiento

#NuestrasPlumas/#MeToo y la difamación del cerdo

Por Anna Maria Manzoni

“VETE A LA MIERDA, CERDO” es el título –francamente poco amable– de la portada del diario alemán Die Zeit del 8 de octubre del 2018. Pero, ¿por qué debería el cerdo aceptar tal exhortación?

Ciertamente, a tratos nada favorables está más que acostumbrado: entre los animales peor citados, insultados, difamados, el lugar de honor es, sin lugar a dudas, para su especie; a esos cerdos que continuamos sin conocer a pesar de que los hemos domesticado –es decir, esclavizado– de la peor de las formas, desde hace milenios (desde el 6000 a. C., dicen los estudiosos); hemos desde entonces dejado a su “doble”, el jabalí, un destino de libertad que permanece sin embargo vigilada y controlada, sujeta al placer de los cazadores, que de esta manera, a pesar de la lejanía de las lisonjas del África negra, pueden fingir el estremecimiento de la caza mayor, alternándola con la de pequeñas aves que, por excitante que sea, después de millones de individuos perdigonados y desintegrados, quizá termina por aburrir un poco.

Los cerdos tienen la mala suerte de vivir en todos los continentes –si se excluye la Antártida– adaptándose con una cierta facilidad a condiciones de vida diferentes, tanto que, si son dejados en paz, podrían llegar a vivir hasta un cuarto de siglo.

#NuestrasPlumas/#MeToo y la difamación del cerdo
Es cierto que no se puede subestimar la valía denigratoria de todas las blasfemias que usan el nombre del cerdo para insultar a las divinidades

Pero nunca han sido dejados en paz desde el momento en que en la antigüedad comenzaron a ser degollados para ser comidos, y no solamente para eso: porque es bien sabido que del cerdo no se desperdicia nada. Conocimiento compartido por gran parte de la humanidad, del cual el hombre parece jactarse de celebrar su propia diligencia al evitar el desperdicio, y de lo cual el cerdo paga el precio: no solamente salchichas, jamón y salami, sino también grasa para velas; piel y tendones para cuerdas de instrumentos musicales; cerdas para cepillos y brochas.

Pero aún no es suficiente: porque los cerdos son portadores de una tal (minusvalorada) cercanía y parentesco genético con nosotros los humanos que la experimentación con ellos no conoce confines y las válvulas de sus corazones laten en tantos pechos humanos en los que han sustituido aquéllas originales que funcionaban mal: realidad de la que no nos gusta hablar mucho y mucho menos resaltar las implicaciones éticas.

La explotación institucionalizada a la cual los cerdos son regularmente sometidos ha alcanzado niveles numéricos estratosféricos: si los cerdos criados en Italia son aproximadamente 8 millones, mientras que en México[1] son cerca de 17 millones, las cifras se expanden en Estados Unidos, donde se habla de 70 millones de individuos asesinados cada año, muy por debajo de China, donde los millones  serían 500: ¡medio billón! Y es precisamente de este país que llegan noticias siempre nuevas de los horrores, hechas pasar por racionalizaciones de la producción: están ya operando los “Pig Hotels”, mega estructuras que alcanzan hasta los 13 pisos, nuevas fronteras de la crianza de cerdos que explota el espacio vertical por carencia del horizontal, campos de concentración legales e hiper-tecnológicos donde poder amontonar un número antes inimaginable de individuos y asesinarlos maximizando las ganancias, donde cientos y miles de cerdos y lechones viven y mueren enjaulados sin nunca haber podido dar un solo paso.

Si los números por su propia naturaleza no despiertan empatía, a lo sumo un desconcertado estupor, lo mismo no se puede decir de la inmensidad de la violencia multiplicada por cada singular individuo cerdo, que comprende castración y corte de cola, terror, asesinatos en cadena de montaje, sadismo en las formas más desconcertantes que cada investigación saca a la luz.

Todo esto en seres que son juguetones, inteligentes, afectivamente ricos, que hacen sonreír con sus gustos alimenticios, que también incluyen una gula articulada, para quienes las bananas, las manzanas y tantos otros frutos, los hacen hozar de placer. Son naturalmente reservados y respetuosos con sus formas de higiene, por lo que en la naturaleza hacen sus necesidades lejos de donde comen y de donde duermen. Aman revolcarse en el barro, el cual es su crema solar, porque les protege la piel de las quemaduras solares y mantiene lejos a las moscas.

La cerda es madre amorosa, y construye un esmerado nido para la prole, adornándolo con ramas y ramitas que cambia todas las noches. Pueden reconocer los colores, sueñan y, en las palabras poéticas de un gran admirador y estudioso suyo, Jeffrey Masson[2], cantan a la luna. Cuando están libres en la naturaleza, reconocen el olor de los seres humanos a 400 metros, y el hecho de que nos eviten con sumo cuidado es una de las señales de su inteligencia: nunca una decisión fue más sabia.

La actuación de Iris, de dieciséis años, que se presentó en un espectáculo con su cerdo Pongo, el cual meneando la cola y aparentemente sonriendo la ha seguido en una prueba de agilidad, ha puesto en delirio al público y al jurado; tanto el uno como el otro evidentemente en ayunas de cualquier conocimiento de un cerdo que no ha sido reducido a salchicha.[3]

Frente a esto y más todavía, la representación del cerdo continúa siendo la de un animal sucio, dotado de los peores instintos. El por qué, lo sintetiza bien el etólogo Danilo Mainardi (1933-2017) cuando dice que “también el cerdo posee su inteligencia, tiene capacidades sociales y afectivas: pero preferimos no saberlo porque esta ignorancia indudablemente nos facilita la digestión”.

Óptima síntesis de un proceso psicológico elaborado: podemos infligir a los animales tanto sufrimiento solamente sobre la base de una imponente mistificación. El proceso empático (que actúa como un reconocimiento de la individualidad del otro, inhibe comportamientos agresivos acortando las distancias y permite ponerse en el lugar de los otros) no tiene lugar donde interviene el desprecio: quien pertenece a un grupo que se considera desfavorecido es excluido de nuestra atención empática.

Si todos los animales son despreciados en cuanto inferiores a nosotros, especie elegida, los cerdos son despreciados todavía más: y es precisamente este enorme plus despreciativo el que sostiene el inenarrable abuso que hacemos de ellos. Y es este el motivo último del constante descrédito, de la representación injuriosa y difamatoria que hacemos de él, no por casualidad resistente a cada progresivo conocimiento etológico que destaque sus dotes, bellezas, capacidades, y que viene diligentemente y prudentemente ignorado.

El cerdo está totalmente cosificado en el lenguaje económico que, atentos a la oscilación de los precios, nos preocupamos de distinguir el “cerdo pesado” del “cerdo ligero”. Sin embargo, incluso nos permitimos mofarnos y burlarnos de su sufrimiento: “Hacemos la fiesta del puerco”, es uno de los graciosos eslóganes que acompañan algunas de las tantísimas populares fiestas veraniegas, a base de atracones de salchichas, adornadas con carteles en las cuales un cerdo sonriente y que guiña el ojo, con corona en la cabeza y tenedor en una pata, celebra el propio asesinato: más allá del daño, una burla obscena.

Burla que aparece y reaparece en las imágenes de trompas de cerdo que decoran obscenamente las vitrinas de carnicerías o las mesas de los restaurantes. En resumen, hemos construido deliberadamente y sostenemos arteramente el estereotipo del cerdo cual animal despreciable: esta representación reviste un poder que desinhibe y da rienda suelta a los peores comportamientos, los cuales, lejos de provocar molestia, son exhibidos con despreocupada satisfacción.

Es cierto que no se puede subestimar la valía denigratoria de todas las blasfemias que usan el nombre del cerdo para insultar a las divinidades, de las cuales se esperaría sin duda un mayor cuidado y quizá algún favor: pero también una muletilla un poco fuera de moda no se abstiene del insulto que va directo a él: “porco cane” (“puerco perro”) y “porca miseria” (“puerca miseria), pero también “Maremma maiala” (“Maremma cerda”),[4] en el fortísimo lenguaje toscano.

Es al interior de esta total denigración, de una difamación injusta e indigna, que hemos decidido que aquellos que consideramos nuestros más bajos instintos y la llamada a una lujuria pecaminosa, en realidad no nos pertenecen a nosotros como especie (elegida), sino que deben ser arrojados fuera, proyectados sobre algún otro que recoja sobre sí la indecencia que ponemos en práctica pero que no nos enorgullece.

Entonces, he ahí al cerdo, receptáculo de suciedad, indigno y obsceno: en definitiva, un verdadero cerdo, símbolo de carnalidad lasciva, una bestia inmunda que gruñe y tiene siempre el hocico en el fango, y que nunca alza la mirada hacia lo alto, hacia aquello que es puro, hacia lo divino, como hacemos nosotros.

Es un fuerte juego de proyecciones de las que los animales son frecuentemente el objeto: hacemos símbolos y proyectamos sobre ellos aquello que rechazamos de nosotros; en el cerdo, precisamente, incluso los aspectos de una sensualidad que juzgamos inmunda. De la “herida narcisista” (así la llamaba Sigmund Freud) inferida por la conciencia darwiniana de que nuestros antepasados son simios, cuando nos jactábamos de haber sido creados por el toque divino, nos defendemos puerilmente, continuando rechazando nuestras partes oscuras, nuestras sombras, que arrojamos sobre otros. Nos creemos gigantes y somos enanos; y de todo esto los animales pagan el inaceptable precio.

La transformación del cerdo en símbolo de lujuria es el ensañamiento que potencia su difamación y justifica ulteriormente los horrores de los cuales lo hemos vuelto víctima.

La actitud del movimiento #metoo contra los acosos sexuales, en todo esto, es desconcertante: durante la semana de la moda de Nueva York, el 10 de febrero del 2018, la estilista francesa Myriam Chalek, directora creativa de American Wardrobe, ha hecho desfilar modelos, algunas de ellas usaban alas haciendo referencia a mujeres angelicales, esposadas a hombres, sus violentadores, cuyo rostro era cubierto con máscaras de cerdo: estas representaciones acompañadas con eslóganes del tipo #balancetonporc, #denunciailtuomaiale (denuncia a tu cerdo), #fanculomaiale (a la mierda, cerdo), reimpresas por el diario alemán, son insultos, no a los acosadores, no a los cerdos, sino a la inteligencia de cada uno.

No hay nada de nuevo bajo aquel sol que brillaba ya en la Edad Media: en algunos museos de la tortura, que van proliferando en Italia como en otras partes del mundo es posible ver la “Máscara de la infamia”[5]: se trata de una de las así consideradas “máscaras de escarnio”, que tenía la forma de cabeza de cerdo o de asno, que debía ser puesta al condenado en turno para humillarlo públicamente; era un suplicio psicológico usado para privar de la dignidad a la víctima, añadiendo la mofa al verdadero y propio suplicio, que era consumado bajo la máscara misma. Deberíamos reflexionar profundamente sobre el hecho de que el público, lejos de experimentar algún tipo de rebelión contra dicha saña, se encarnizaba irguiéndose como un fustigador: según un mecanismo psicológico de valor explosivo, considerar al otro digno de castigo, impide piedad y empatía.

El hecho de que hoy las mujeres –mujeres bravas, víctimas fortalecidas, supervivientes indomables– en la búsqueda de su propia dignidad y de la condena de quien busque socavarla, usen la combinación cerdo-lujuria, nos deja asombrados. Con tantos conocimientos, o mejor dicho, desconocimientos etológicos, ningún movimiento puede conducir una batalla por sus propios derechos pisoteando ferozmente los de otros, que son incluso un poco más débiles, pues el primer derecho es el derecho al respeto.

El camino hacia la conciencia es larguísimo, eso es evidente, pero en el recorrido no es tolerable que los más torturados, burlados, oprimidos, entre los animales, deban cargar sobre sí el peso y la condena de los delitos de otros: porque la ulterior difamación de la cuál son objeto no hará otra cosa que expulsarlos aún más lejos en la escala de los derechos, cuyo fondo no parece nunca ser alcanzado.

El modelo así propuesto se aleja de aquel modelo respetuoso, igualitario, pacífico, y re-propone al abusado como verdugo y víctima, en lo cual, detrás del objetivo consciente de amparar la injusticia se entrevé una inconsciente aceptación de las relaciones de poder. Todo esto no hace más que confirmar que ninguna visión de la vida que no contenga dentro de sí a los animales no puede ser más que parcial e injusta desde el momento mismo en el cual se detiene en los confines ilusorios de lo humano, y que con culpable olvido ignora el rol que las mujeres, individual y políticamente, han desempeñado en la historia pasada y reciente, en el hacerse cargo de la cuestión animal, que ha unido a las mujeres, en nombre de su empatía, de sus convicciones, de su capacidad de “sentirse uno con el dolor de los demás”: lo decía Rosa Luxemburgo[6] (1871-1919), que no era Myriam Chalek, desde el tormento de la prisión en Bratislava, que no era una pasarela de moda de la ciudad de Nueva York.

¿Qué decir? En este mundo –escribe un niño de Nápoles sobre las páginas de Ningún puerco es señorita[7]– los animales creen que solamente existe el infierno, porque viven sobre esta tierra y no imaginan que existe el paraíso. En el paraíso les hablaré y les diré: “Discúlpennos si los hemos tratado mal”.

En espera de un improbable paraíso en el cual pedir disculpas tardías, es dulce el pensamiento de Giancarlo De Cataldo cuando se pregunta: “Quizá si para todos los pequeños cerditos el gruñido de mamá cerda es como la voz del ángel, quizá como se lo imaginan los cerditos, es un ángel”, libre de soñar, de llevarlos a correr allá donde se juega.


[1] https://www.gob.mx/cms/uploads/attachment/file/200634/Panorama_Agroalimentario_Carne_de_Cerdo_2016.pdf

https://www.oecd.org/daf/competition/market-examinations-mexico-pork-meat-market-web-esp.pdf

[2] La referencia es al libro de Jeffrey Masson: : Il maiale che cantava alla luna. La vita emotiva degli animali da fattoria, Il Saggiatore, 2005.

[3] La referencia es a la participación de la joven Iris en el programa “Italia’s Got Talent”, en marzo del 2017, junto al cerdito Pongo, quien actuó con éxito en pruebas de agilidad.

[4] “Maremma maiala” es una muletilla muy extendida en la Toscana (La Maremma es una zona geográfica de la Toscana), región italiana patria de la lengua italiana, pero que también es conocida por su lenguaje extremadamente… colorido.

[5] En la Ciudad de México se puede ver en el Museo de la Tortura y la Pena Capital.

[6] Rosa Luxembourg: Un po’  di compassione, Adelfi, 2007.

[7] Marcello D’Orta: Nessun porco è signorina, Lafeltrinelli, 2008.


Título original: #Metto e la diffamazione del maiale.
Traducción: Raúl Cruz Nicolás.