Nos habíamos convertido en las señoras respetadas por su edad, por sus bondades, por nuestro recato y la prudencia que debía acompañarnos con los años
¿Seremos siempre ajenas a los grandes eventos de la historia?
Por Ireri Carranza
UPA Por una Vida Digna
“No me gusta oírte hablar de todas las mujeres como si fueran señoras finas en lugar de criaturas racionales. Ninguno de nosotros quiere estar en aguas tranquilas todas nuestras vidas.”
Jane Austen
Difícil es pensarse mujer desde ese lugar velado e incómodo en donde nos colocan, ese lugar dionisiaco en donde todo y nada cabe. Se habla desde lo sugestivo para nombrarnos, de lo perverso para calificarnos, de lo inocente para descalificarnos; ser mujer es pertenecer a un pergamino en donde todo para mal o bien ya está cifrado. Somos letra muerta y cuando no es así somos el equívoco. Lugar descolocado siempre, del que intentamos escapar sin suerte.
Todo está escrito para nosotras como una sentencia que llega hasta nuestra vejez. Está dicho cuando envejeceremos, y cuando dejaremos de ser esto o aquello para lo que nos han nombrado. Escapar de ello parece ser un sueño, en una batalla que pocas logramos vencer, porque aún cuando ni siquiera lo sepamos, empezamos a envejecer por dentro antes de que nuestros huesos sean frágiles. Nuestras vidas se ciñen a cierto canon, después de los 40 empieza a envejecer la piel y con ella se va la seducción, dejándote sólo un lugar, el del recato.
Leí esto en un texto que circulaba por los facebooks, “queda la gracia, la prudencia, la elegancia” y el texto se compartía de una mujer a otra, para consolarnos. Se decía en él de manera sugestiva, “la frescura de la carne se fue”, después de los 50 años, no hay más y parecía que el pensamiento por desgracia poco importaba, o no alcanza para cubrir la sensatez. Resignadas entonces a vivir del afecto y los recuerdos; sentí horror.
Nos habíamos convertido en las señoras respetadas por su edad, por sus bondades, por nuestro recato y la prudencia que debía acompañarnos con los años. No importaba a nadie lo capaces que podíamos ser, lo inteligentes, lo combativas, porque finalmente nos habían reducido a ocupar un lugar ceñido, tanto en los espacios privados y por supuesto en los públicos donde es mejor llegar al mostrador o a la oficina de cualquier lugar acompañadas del brazo de un señor, quien podría, en caso de ser necesario, alzar la voz.
Nos dicen desde siempre mediante palabra, obra u omisión, que somos limitadas de capacidades y de pensamiento, siempre destinadas para servir en silencio y se nos aplaude por ser diestras en el silencio y el manejo del hogar y sus afectos. Ese discurso, que parece de antaño, es actual. Cotidianamente si eres mujer, es sobrevivir situaciones adversas, pregúntenselo a las mujeres que son víctimas de la violencia en todos sus registros cada día.
La dote femenina siempre es limitada, nunca alcanza para cubrir algunas cuotas. No es así si naces hombre. Ellos desde el imaginario, desde siempre, nacen con lo que se llama coloquialmente derecho de piso. Un amigo, que es realmente inteligente, me dijo un día: yo de pequeño pensé para mí, qué bueno que nací hombre.
Seguramente ser mujer tiene algunas ganancias, nadie lo niega, y por eso, algunas mujeres nunca se cuestionan lo que pasa con otras, sobre todo si se trata de seguir gozando de los beneficios de la seducción; pero desgraciadamente los encantos exteriores de la juventud no nos duran para siempre. Con el tiempo terminamos sabiendo que a cierta edad, queda conformarse con ciertos roles que nos asignando. Desgraciadamente, de manera pública y velada, la desigualdad de género es aplastante. Las mujeres seguimos siendo acosadas, estigmatizadas y envejecemos con pocos privilegios.
Después de los 40 años, nos queda la mitad de la vida por vivir, y a esa edad, el reloj en nuestro caso, es implacable. Sentimos inevitablemente un tiempo que cae sobre nosotras como una guillotina, que nos mutila, y nos resignamos a esperar en el preámbulo de nuestra vejez la llegada de la muerte. Escuché decir a una amiga de mediana edad, “ya no es lo mismo que antes, una se queda en casa después de cierta hora en casa”, y me horroricé nuevamente.
La juventud pasa, como pasa la infancia, como pasa la vida; pero la vitalidad por vivir la vida a plenitud no tiene porque acabar, como sucede con muchos hombres por condición. Cuando realmente estás lucida y vives de manera apasionada, trabajando por alcanzar metas, tu tiempo es el presente.
¿Seremos siempre silenciadas, ajenas a los grandes eventos de la historia? A caso viviremos ceñidas a capricho de los pequeños encantos. O seguiremos siendo aquellas que intentan revelarse ocupando otro sitio, quizá descolocado o no ante la mirada ajena, con miras a ir más allá de cumplir con las buenas intenciones. Seremos acaso las que gritan, las que estamos dispuestas a vivir de una forma distinta, quizá las que maldicen para poder vivir. Me dijo un día, una paciente, en sesión, “quiero ser otra y no la que me imponen; quiero ser de otra forma y no sé cómo serlo; otra que no sea sólo la madre, sólo la hija o la esposa, quiero ser esta que soy, y no la de nadie.
Seamos nosotras las que escribamos la historia o al menos la nuestra, construyamos nuestras realidades sin importar los cánones o la edad. Otras en libertad. Seamos al menos poseedoras de nuestra verdad, combatamos con aplomo, con palabra y actos, un mundo que insiste en negar nuestra presencia.